La jornada del viernes fue épica. Amanecer en el Congreso con una banda de compañeros multigeneracionales y felizmente trasnochados me recordó bellos instantes de los ochenta, pero en realidad no tuvo precedentes biográficos porque el aguante y el festejo se apoyan ahora en una tierra considerablemente más firme. Poguear el himno después de escuchar a Pichetto, ovacionar a Mariotto entre medialunas y cruzar la plaza ya de día con la troupe restante, que llenaba un bar nada pequeño, no tuvo –como decía una de las publicidades más delicadamente capitalistas de los últimos tiempos– precio.
Al día siguiente, dormí y trabajé a intervalos irregulares para terminar el día con una delicia a la parrilla en grata compañía. Lamentablemente TN seguía ahí, así que no me privé de regodearme con el goce en el sufrimiento de unos breves pantallazos, entre siestas extemporáneas y tecleado. Hoy endominguezco tranquila. La felicidad no inspira la pluma del neurótico y la semana que viene será otra.