Hasta hoy suponía que lo que más me espantaba de esas pancartas que dicen puta montonera era la mezcla (tan extendida en los tiempos que corren) de gorilismo hueco, misoginia envidiosa cristalizada en sentido común (tanto que hasta es bandera de algunas mujeres), distorsión negadora y demonizadora de la historia reciente, banalización inconmensurable de los argumentos políticos e ignorancia furibunda de conceptos tan básicos como los de acción de gobierno, sentido del estado, reflexión sobre contenidos y cosas por el estilo. Que puta pueda decirse de una mujer que asume un rol público, agraviándosela a ella y también a las mujeres que ejercen el mentado oficio (porque el nombre de su oficio se convierte en agravio), que un término doblemente histórico como montonera, sin mayores explicaciones, se escupa como insulto, y que quienes han adoptado el flamante agravio ni se molesten en explicar en qué consiste o a qué apunta, porque dan por sentado que la frasecita ya es de por sí un agravio.
Y no era eso no. Bueno, sí, era, pero había más. Y es que el agravio no es nada flamante. Y yo lo sabía, pero no lo había pensado tanto por ese lado, sobre todo porque en estos días lo oí también de pichoncitos todavía muy influenciables por su entorno, un entorno- mediático familiar que sigue haciendo mella en la selección o el resultado de sus lecturas y obtura la reflexión que deberían disparar sus incursiones en el mundo. Distraída por tales preocupaciones había pasado por alto que la frase es exactamente la misma que usaron antes otros como agravio, y que esos otros no eran tan otros. Que la usaron en lugares insondablemente tenebrosos adonde arrojaban a hombres y mujeres a quienes habían arrancado del mundo –el mundo donde el sol sale todos los días y a la mañana uno se prepara mate y sale a tomar el colectivo; el mundo donde uno se encuentra con amigos en un bar para tomar un café o aplaude al asador mientras se zampa un tinto– para disponer de ellos a voluntad y decirles cosas como puta montonera, picana en mano, habiéndose arrogado la extraña misión de ser guardianes de un orden de cierta clase que ellos llamaban (y por lo visto, encarnados en otros actores sociales, siguen llamando) el orden. Y me pregunto si el chiquito de rastas rubias que se siente rebelde o se piensa al comienzo de su desarrollo intelectual tiene una remota idea de cuál es el origen histórico del agravio que escribe junto al nombre Cristina, casi a modo de chiste, en su msn.
nos mudamos
Hace 2 años
3 comentarios:
Cuánto tenemos que aprender todavía en relación a la tolerancia, al respeto, a la posibilidad de discrepar. Cuánto tenemos que aprender con respecto a la historia que si no se aprendre se repite.
Cuánto tenemos que aprender y enseñar, los que tenemos la posibilidad de hacerlo con nuestras amadas criaturitas de todo esto.
Cuánto hay todavía por hacer.
Besos desde mi cocina, M.
Muchas veces tuve miedo, y poer ser varón no me avergoncé de decirlo, de mchos hechos y actitudes que han pasado en este bendito país.
Y hay gente, medios de comunicación y actitudes que hoy me siguen causando miedo. Y asombro.
Gracias a Dios.
Cuánto, Morgana, cuánto. A mí me tranquiliza que sus (numerosas) criaturitas la tengan a usted para que les enseñe algunas cosas. Cariños grandes.
La verdad, Turco, que yo también. Cuando salgo de mi burbujita de los escasos medios sensatos, me debato entre la incredulidad y el espanto. Encantada de recibir su visita.
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