jueves, 26 de marzo de 2009

El humo y la nube


En el paisaje distraídamente misceláneo de Buenos Aires, la diagonal norte se complacía en su pareja elegancia edilicia. De repente, una de las cúpulas variopintas que coronan la línea de construcción empezó a arder como si ése fuera su sino. El humo negro quería tapar una nube, y en su pretensión de fundirse con ella hacía estallar partículas de un luminoso violeta. La belleza del enfrentamiento, lejos de ocultar el drama que se proyectaba en el cielo, ponía de relieve la incompatibilidad de ambas materias gaseosas. La nube se veía más blanca y más prístina, porque su belicoso compañero le otorgaba el beneficio de la diferencia. Esa nube era ahora única entre todas las nubes del cielo; era la nube que soportaba impávida los embates del humo, la nube hacia donde se dirigían todas las miradas de los desprevenidos peatones.

No parece ocurrir lo mismo con otras cortinas de humo. Hay mucho ciudadano de a pie que está demasiado ocupado para ver la nube. Ocupado en repetir fórmulas que se derrumban con el análisis, en ignorar contextos históricos y comparaciones empíricas, en cuidar fáciles discursos instalados para no tener que tomarse el trabajo de desandarlos, en indignarse para aventar quién sabe qué frustraciones que nada tienen que ver con el objeto de su ira. Hay mucho ciudadano de a pie que sólo tiene ojos para el humo.

viernes, 13 de marzo de 2009

Etimología de un agravio

Hasta hoy suponía que lo que más me espantaba de esas pancartas que dicen puta montonera era la mezcla (tan extendida en los tiempos que corren) de gorilismo hueco, misoginia envidiosa cristalizada en sentido común (tanto que hasta es bandera de algunas mujeres), distorsión negadora y demonizadora de la historia reciente, banalización inconmensurable de los argumentos políticos e ignorancia furibunda de conceptos tan básicos como los de acción de gobierno, sentido del estado, reflexión sobre contenidos y cosas por el estilo. Que puta pueda decirse de una mujer que asume un rol público, agraviándosela a ella y también a las mujeres que ejercen el mentado oficio (porque el nombre de su oficio se convierte en agravio), que un término doblemente histórico como montonera, sin mayores explicaciones, se escupa como insulto, y que quienes han adoptado el flamante agravio ni se molesten en explicar en qué consiste o a qué apunta, porque dan por sentado que la frasecita ya es de por sí un agravio.
Y no era eso no. Bueno, sí, era, pero había más. Y es que el agravio no es nada flamante. Y yo lo sabía, pero no lo había pensado tanto por ese lado, sobre todo porque en estos días lo oí también de pichoncitos todavía muy influenciables por su entorno, un entorno- mediático familiar que sigue haciendo mella en la selección o el resultado de sus lecturas y obtura la reflexión que deberían disparar sus incursiones en el mundo. Distraída por tales preocupaciones había pasado por alto que la frase es exactamente la misma que usaron antes otros como agravio, y que esos otros no eran tan otros. Que la usaron en lugares insondablemente tenebrosos adonde arrojaban a hombres y mujeres a quienes habían arrancado del mundo –el mundo donde el sol sale todos los días y a la mañana uno se prepara mate y sale a tomar el colectivo; el mundo donde uno se encuentra con amigos en un bar para tomar un café o aplaude al asador mientras se zampa un tinto– para disponer de ellos a voluntad y decirles cosas como puta montonera, picana en mano, habiéndose arrogado la extraña misión de ser guardianes de un orden de cierta clase que ellos llamaban (y por lo visto, encarnados en otros actores sociales, siguen llamando) el orden. Y me pregunto si el chiquito de rastas rubias que se siente rebelde o se piensa al comienzo de su desarrollo intelectual tiene una remota idea de cuál es el origen histórico del agravio que escribe junto al nombre Cristina, casi a modo de chiste, en su msn.