¿Por qué habrá pegado tanto, pero tanto, el discurso anti-Cristina? No quiero hablar aquí de quienes ya se sabe que dicen A, B o Z porque tienen X intereses. Tampoco quiero negar la necesidad de hacer autocrítica, porque autocrítica hay que hacer casi siempre, y especialmente en momentos críticos.
Hoy quiero hablar de otras cosas, menos coyunturales, más viscosas y profundamente ancestrales. Quiero hablar del treintañero JM que cree que los montoneros son una organización actual liderada por el profesor Neurus. Quiero hablar del taxista prototípico, intoxicado de Radio 10. Quiero hablar de la doña Merceditas que blande el cartelito de
puta montonera. Quiero hablar de la rubia del colectivo
lagente que se inventa un barbijo con el cuello rosa de la polera apenas estornudo detrás de ella en la cola del 55. Quiero hablar de alguna gente querida que no ha elegido desandar el gorilismo familiar.
Y quiero hablar de algo que subyace y sostiene esta mescolanza que se embarulla en la vida cotidiana: quiero hablar de los patriarcas que han superado en supervivencia a la cucaracha, pero también, y especialmente, de las mujeres que han absorbido, producido y reproducido el discurso del patriarca, que lo difunden en línea horizontal y descendente, que lo encarnan con furia y lo defienden como el último bastión de la dignidad que han sabido conseguir.
Estoy hablando de hombres que azotan y truenan por frustración y temor y de mujeres que odian y envidian por temor y frustración. Estoy hablando de algo que, junto a la ignorancia voluntaria, ha sido un componente fundamental en la consolidación del gorilismo autóctono y la zoncera del medio pelo.
Sí, un fantasma recorre la Argentina: es el fantasma del patriarca. Detrás de muchos discursos irreflexivos, epidérmicos, químicos y de florecimiento espontáneo habla ese fantasma, vivo y robusto ya bien entrado el siglo veintiuno, para determinar qué mujeres pueden intervenir en los destinos del país y cómo deben hacerlo.
Esa mujer tendría que haber aprendido de la Gabi, que no intenta expresar sus convicciones con palabras y hechos contundentes sino que se abre paso a puro mohines de chica frágil, insospechados de haber tomado contacto con el barro indeleble de la política (que en el fondo sigue siendo cosa de hombres). Tendría que haber aprendido de la Carrió, que puede ser odiosa y –ella sí– soberbia, porque encaja con uno de nuestros arquetipos favoritos, el de la bruja chupacirios, y de última, dada su performance hilarante, si no jugara para nosotros podríamos tildarla de loca y asunto concluido. Tendría que haber aprendido de la Chiche, que hace gala de su obediencia conyugal, como corresponde a toda mujer y en especial a la mujer de un capanga. Tendría que haber aprendido de la Merkel, que por lo menos es "uropea", compra tanques para que juguemos a la guerra y se viste decentemente como un señor. Tendría que haber aprendido de la Bush, que difunde el ideario de quedarse en la casa como corresponde a una dama. Pero no aprendió, y ahora a los patriarcas de la patria nos resulta más fácil darle su merecido. Porque si hay algo que manejamos (y compartimos) bien, es la nunca bien ponderada idiosincrasia del argentino medio. Esa mujer –a una mujer que molesta ustedes le dicen "esa mujer"–, esa mujer es un lujo, señoras y señores, y no es el primero que nos damos, como ustedes bien lo saben.
Les hizo salir las entrañas por los ojos cegados de odio ancestral y macho (a ustedes, chicas obedientes, también). De ahí la fábula urgente del doble comando.
Los surtió con un cross a la mandíbula y un bello carterazo vouitton de peronismo auténtico. De ahí la insistencia en la coquetería y los accesorios.
Los hizo sentir un porotito de soja, y no en el sentido de lo que vale el porotito en el mercado. De ahí los epítetos clásicos para etiquetar a las descendientes de Lilith.
Lástima que les haya salido tan bien eso de sintonizar con el goce de
lagente. Y lástima que, con su último hallazgo, el de la flamante pospolítica millonaria, también les haya salido tan bien eso de sintonizar con el goce popular. Goce este último que, vaya uno a saber o sepa uno bien por qué, en los tiempos que corren ya no parece ser – mayoritariamente– el que en otro tiempo fue.